No se de dónde serán ustedes, mis
amables y pacientes lectores, pero por estos lares podríamos decir que por fin
ha llegado el invierno. Un invierno un poco flojo porque, aunque el cielo está
mas negro que las rocas de Mees y ríasen ustedes de las lluvias que dieron origen
a Poseidón, las temperaturas se mantienen en unos catorce grados de lo mas
otoñales. Soy hombre de invierno y de lluvia y para nada friolero con lo cual
llevo con la misma ropa desde el final del verano. Tiene sus ventajas pero a
uno le gusta variar el vestuario para verse mas mono y con este tiempo la ropa
de invierno sigue sin salir del armario. No se entienda en estas frases que soy
yo el que no salgo del armario, que no tendría ningún problema en hacerlo si
fuera el caso, y es más ánimo a todos aquellos que permanecen dentro a enfrentar
sus miedos y las presiones sociales y salir para desarrollar su vida como lo
que son y no vivir constreñidos en un mundo que no es el suyo, vuestra Ciudad
Mees es una ciudad arcoíris, disfrutad de ella. Pero a lo que iba que está lloviendo
a mares y como decía soy hombre de lluvia por eso seguramente el clima haya
decidido hoy regalarme con algunas de sus veleidades. Creo haber contado en una ocasión
como una vez al salir de casa pisé una baldosa de esas que están flojas y tuvo
a bien regar con sus aguas sucias las perneras de mis pantalones. Pues bien, no
se si era la misma baldosa, lo cual hablaría muy mal de la actuación del
ayuntamiento en cuanto a la conservación del patrimonio pedestre de mi amada
ciudad, u otra diferente, el caso es que esta vez, tal vez por estar mas
removida y hastiada de que la pisen, se ha empleado con mayor virulencia y el
salpicón me ha llegado hasta la entrepierna. Poco movimiento tiene esa parte de
mi anatomía pero claramente esta no es la actividad que buscaba. Con mi
paraguas abierto y la dignidad tocada he seguido avanzando hacia mi lugar de
trabajo y como adelanto diré que, aun siendo trayecto breve, ha dado lugar a
otras peripecias relacionadas con la lluvia.
Pues bien, que caminaba yo con los
pantalones pegados a las piernas por el efecto baldosil, y si les ha pasado en
alguna ocasión convendrán conmigo que es cosa poco agradable y para nada
edificante, cuando jugando con el botón de apertura del paraguas he tenido a
bien apretarlo. Es un paraguas de alta calidad que mi madre tuvo, la suerte de
encontrar tirado en la calle y recoger sin dar oportunidad a su sueño de volver
a recogerlo, y a bien regalármelo a mi, convirtiéndose sin lugar a duda alguna
en el mejor paraguas que he tenido nunca. En cierta ocasión lo dejé olvidado en
un bar y lamenté con disgusto la perdida, no tanto por la perdida en si misma y
su valor económico, si no por lo que de despiste supone y es que cosas como
esas, aun siendo sucesos nimios, suelen dejarme una sensación de desazón. Pero como
los lectores mas avezados, e incluso los que aun estén dormidos, habrán deducido
lo recuperé y lo hice gracias a la preocupación de una persona, de una amiga
para la que solo puedo tener buenas palabras y agradecimiento. Cierto es que
recuperé el paraguas pero ahora he perdido a esa amiga -aunque ambos sucesos no guarden relación alguna, aunque tangencialmente bien pudieran tenerla-, imaginasen la desazón
que siento cuando pienso en ello. Pero a lo que iba, que jugando con el botón de
apertura, y sin ser consciente de que además de para abrir el maldito botón
dispara el mecanismo de cerrado, lo he pulsado quedando en un visto y no visto
mi cabeza aprisionada entre las varillas del paraguas y supongo que ofreciendo
un espectáculo ridículo al resto de los viandantes. A pesar de que las varillas
han tatuado mi cara con rayas verticales no he notado ni el dolor porque el
miedo que tenemos al ridículo es a menudo mucho mas intenso que el dolor que
sentimos. Véase por ejemplo aquellas personas que resbalan y caen en la calle dándose
un ostión que les tiene que remover toda la osamenta y se levantan como
disparados por un resorte (no el del paraguas, otro interno que debemos tener).
Ridículo, con la cara cruzada y por si fuera poco con el agua acumulada en el
paraguas mojando mi chaleco de pluma sin mangas (recuerde el lector que
invierno si, pero que frio no hace) mis pasos se han encaminado de nuevo hacia mi destino.
Recuperada la compostura y en la
medida de lo posible la dignidad he seguido avanzando hacia al trabajo pero el
invierno todavía me reservaba una sorpresa. Porque a la pertinaz lluvia se ha
unido un intenso viento por arte del cual mi paraguas se ha volteado volviéndome
a regar con la refrescante agua de lluvia. En esta ocasión libro del ridículo porque
en ese mismo instante varias eran las personas que pugnaban con sus paraguas
(instrumento del infierno) para devolverlo a su posición, no tanto primigenia
como habitual, y en la cual son de alguna, aunque no demasiada, utilidad. Mal de muchos consuelo de
tontos me dirán pero mejor todos tontos que uno solo, no tanto por la bondad
que esconde la tontuna si no mas bien porque al menos uno no tiene el
desagradable sentimiento de sentirse diferente pero para peor.
Y de esta guisa he llegado al
trabajo, con mi chaleco y mi jersey calados y el pantalón mas pegado aun a mis
piernas, ofreciéndome el frescor que lo acompaña y ciertos picores en salva sea
la parte. Y compartidas estás vicisitudes con mis compañeras de trabajo y ahora
con ustedes, mis queridos y anónimos lectores, voy a empezar a producir porque,
si bien me puedo tomar ciertas licencias ganadas con el trabajo duro y la
productividad, en estos tiempos que corren uno tampoco puede despistarse. No
creo que de mi historia saquen ustedes aprendizaje alguno -toda vez que ni tan
siquiera he llegado a explicar, porque lo desconozco, el mecanismo que hace del
paraguas una bomba de relojería-, pero espero al menos que hayan pasado un rato
agradable riéndose de la desgracia ajena, que cuando es de baja intensidad y de
esta índole tan poco trascendente suele provocar cierta hilaridad cuando le
pasa a otros y, por contra, siendo uno mismo el protagonista nos suele costar reírnos de
nosotros mismos. Y saber reírse de uno mismo es una virtud que en su justa
medida nos hará crecer como personas. Sin duda, y a pesar de lo que han podido leer
en párrafos anteriores, amo el invierno y especialmente la lluvia y estaba
deseando que llegara pero tampoco vayan a pensar ustedes que la deseo para siempre.