jueves, 8 de enero de 2015

Casi cuentos para Rita: de los miedos

¿Vosotros dónde escondéis los miedos? Yo todas las noches antes de acostarme, levanto el colchón y los meto ahí debajo para que no salgan y me dejen dormir tranquilo. Pero tienen la mala costumbre de intentar deslizarse poco a poco y llegar hasta mi almohada y de ahí pasan directamente a mi cabeza para no dejarme dormir. Y los días que consigo aplastarlos bien con mi culo y no pueden moverse, en cuanto me levanto están ahí esperándome para acompañarme a dónde vaya. Es lo que tienen los miedos, por mucho que queramos esconderlos, nunca se despegan de nosotros a no ser que nos libremos de ellos. ¡Pero que difícil es librarse de los miedos! ¿verdad?

Conocí a un niño una vez que tenía miedo de los calcetines. Si, ya se que extraño pero la mayoría de los miedos son así de incomprensibles y carentes de lógica. El verano era la mejor época para Galtze, no os lo había dicho todavía pero el niño se llamaba Galtze. ¿Está claro por qué era la mejor época no? Porque en verano no hay que llevar calcetines. En cuanto el sol calentaba un poquito Galtze guardaba sus calcetines en un cajón con llave y se olvidaba de ellos por una temporada. Pero las estaciones tienen la mala costumbre de pasar y el otoño siempre terminaba llegando.
Los primeros días de frio Galtze salía sin calcetines, y es cierto que había años que conseguía llegar hasta el invierno. Había días que por no llevar calcetines volvía con los pies tan fríos a casa que apenas los notaba y claro muchas veces terminaba cogiendo constipados y cosas peores. Pero mejor esas malas consecuencias que ponerse calcetines.
Cuando ya decidía que no podía mas, que hacía demasiado frio, cogía la llave que escondía en un tarro de galletas en la cocina, un par de zapatos del zapatero y se acercaba despacito y temeroso al cajón. Después de dudar mucho conseguía abrirlo, con los ojos cerrados sacaba un para de calcetines, a veces de diferentes colores, y se ponía a todo correr los zapatos para no tener que verlos. Sabía que estaban ahí, en sus pies, pero si no los veía a veces hasta conseguía olvidarse.
Así vivía Galtze, siempre con miedo de mirarse a los pies, pero los pies son algo de lo que no podemos deshacernos y, queramos o no, ponerse calcetines es a veces, muchas veces, inevitable si no queremos morirnos de frio.
Pero a veces en el mundo pasan cosas extrañas y un día de pleno agosto, de esos que suele hacer más de treinta grados se puso a nevar. Galtze salió a jugar con la nieve y por supuesto evitó ponerse calcetines. Al cabo de poco rato tenía los pies fríos y morados, el no lo sabía pero estaban a punto de congelación. Al principio le dolían mucho pero estaba llegando a un punto que empezaba a no sentirlos y estaba empezando incluso a marearse. Entonces una amiga se dio cuenta de que no llevaba calcetines y como ella llevaba dos pares se quito unos y se los ofreció a Galtze. Por supuesto se negó a cogerlos y cerró los ojos para no verlos pero ella insistió. Galtze le contó lo que le pasaba con los calcetines, que les tenía tanto miedo que no podía ni mirarlos. Entonces ella le cogió los pies y se los puso. Eran unos calcetines tan gorditos y tan cálidos que de inmediato calentaron los pies de Galtze y empezó a encontrarse mejor y pudieron seguir jugando con la nieve.
Al día siguiente, como si de un milagro se tratara, volvió el sol y desapareció la nieve. Galtze cogió los calcetines con los ojos cerrados, los metió en una bolsa bien cerrados y se los llevo a su amiga para devolvérselos. Pero su amiga le pidió que se los quedara, le dijo que eran un regalo, que eran unos calcetines mágicos y que si los miraba se le quitaría el miedo a los calcetines para siempre. Galtze no rechazó el regalo pero tampoco quiso mirarlos. Pero un día, en lo más crudo del invierno, cuando metió la mano con los ojos cerrados al cajón de los calcetines se encontró con la bolsita. La saco y con mucho miedo la abrió para mirar dentro. Aquellos calcetines eran realmente mágicos, eran de todos los colores y los dibujos cambiaban depende de lo que estuvieras imaginando. Galtze no podía dejar de mirarlos eran realmente fabulosos, fantásticos, espectaculares y lo mejor de todo era que ya no le daban miedo.
Ahora Galtze ya es mayor y ¿sabéis en que trabaja? Ya veo que alguno lo habéis adivinado, tiene una tienda de calcetines. Pero por mucho que ha buscado por el mundo jamás ha vuelto a ver unos calcetines como aquellos. Bueno, jamás no, que los tiene guardados en aquel cajón bajo llave pero no porque les tenga miedo, simplemente no quiere perderlos porque le gusta mirarlos cuando tiene miedo.

miércoles, 7 de enero de 2015

Casi cuentos de adulto para Rita: de cómo se construyen los sueños

Todos soñamos, cada noche lo hacemos aunque por el día no nos acordemos de lo que hemos soñado. Pero eso sueños no son importantes, los importantes son aquellos que soñamos despiertos aunque en cierta manera muchas veces corren la misma suerte y se terminan olvidando.
Muchas veces nuestros sueños tienen que ver más con el tener que con el ser, una casa mas grande, unas vacaciones en el Caribe, que nos toque la lotería… Particularmente esos sueños no me parecen relevantes y prefiero quedarme con esas pequeñas cosas que tenemos guardadas dentro, esas cosas mas sencillas o esas cosas tremendamente complicadas que nos harían felices. Seguro que a alguno o alguna de vosotras os gustaría aprender a tocar la guitarra, retomar aquellas clases de pintura, volver a disfrutar de aquellos paseos que dabais por la naturaleza, junto al mar, tan solo con el sonido de las olas… Ya sabéis esas cosas sencillas para las que nunca tenemos tiempo. Pero también hay sueños mas grandes, encontrar el amor -ese amor verdadero que haga que te despiertes sonriendo y te acuestes feliz de haber vivido ese nuevo día- suele ser uno de ellos.
En el fondo da lo mismo lo que cada uno sueñe, soñemos con tener, con ser o con lo que sea, los sueños no se construyen solos. A veces la casualidad quiere que nos encontremos con ellos sin esfuerzo, sin trabajo y casi, casi por sorpresa. Pero incluso el que desea que le toque la lotería tiene que tomarse el trabajo de comprar al menos un décimo. Los sueños normalmente no se encuentran. Se consiguen.

Era se que se era –¿así empiezan los cuentos no?- un hombre que vivía en una pequeña villa del norte. Cuando se asomaba por la ventana podía contemplar aquellas montañas verdes plagadas de árboles centenarios que normalmente se teñían de blanco hasta bien entrada la primavera, momento en el cual se deshacían en cristalinos ríos que buscaban su destino en el mar.
Era se que se era, una mujer que vivía en una enorme ciudad del sur. Solo podía abrir las ventanas alguna noche de invierno porque durante el día el calor invadía la casa y hacía la estancia insoportable. Desde su ventana solo se veía el edificio de enfrente y un montón de ventanas cerradas que ni al frescor de la noche se abrían de par en par.
El hombre, la mujer, tenían un sueño. Tal vez el mismo, tal vez diferente pero en lo profundo, en lo más profundo de sus corazones el sueño representaba lo mismo.
Cada día al levantarse la mujer contemplaba esas ventanas cerradas y pensaba que eso no podía ser, que la vida es un mundo de espacios abiertos y que no se puede cerrar el paso a la vida, ya fuera al calor o al frio de un invierno que era desconocido.
Cada día al levantarse el hombre comprobaba que las ventanas estuvieran cerradas, no quería de ninguna de las maneras que el frio entrara en la casa. Y pensaba que ojalá viviera en otro lugar dónde fuera siempre primavera.
Sea por lo que fuera, las ventanas de las dos casas estaban cerradas. El pensaba que era mejor no abrirlas, que tal vez pudiera hacerlo en otras circunstancias. A ella en cambio solo le faltaba decidirse a girar la manilla de la ventana aunque la duda todavía era demasiado grande.
Si me preguntáis quién abrió primero sus ventanas no sabría que responderos. Solo me se esa parte de la historia y los seres humanos son tan diferentes y actúan de manera tan diferente que es complicado saber quién lo hizo primero si es que llegaron a hacerlo. Pero cuando lo pienso me digo que es más fácil cambiar nosotros mismos y lo que está en nuestra mano que que cambié todo lo que está a nuestro alrededor. Y lo que si que tengo claro es que para que una ventana se abra alguien tiene que girar la manilla.