Me levanté agitado y me
senté en la mínima mesa que hacía de comedor. Pulsé el botón correspondiente e
inmediatamente surgió del centro de la mesa una ración de desayuno. Retiré el
complástico y lo deposité en la tierra de una planta que languidecía junto a
una ventana por la que nunca entraba el sol. Me quedé observando como el
complástico se descomponía mientras rumiaba la barrita energética.
Sin saber muy bien
hacia donde encaminar mis pasos en aquella ciudad desconocida, cogí mi vid de
comunicaciones y me encontré el mensaje del Ciberbog. Me citaba en un punto muy
concreto de las instalaciones y me enviaba toda serie de indicaciones y mapas
para llegar. No lo dudé ni un instante, acudiría, aquel extraño comportamiento
del Ciberbog despertaba mi curiosidad y, para que negarlo, me sentía ligado a
él por lo que ambos sentíamos. Toda vez que la hora propuesta era el mediodía y
tenía tiempo de sobra, decidí prescindir del Tubo y acudir andando a la cita.
La ciudad era un
compendio de razas y culturas y mezclaba edificios clásicos decimonónicos con
los ultramodernas e inmensas construcciones de cristal y aleaciones mixtas de
metal y plásticos. Mis manos tocaban los ladrillos, guardaban en su interior la
historia de la ciudad, estaban impregnados también del aroma de ella. Ese aroma
que me trajo aquí, ese aroma que ahora encaminaba mis pasos hacia las
instalaciones que protegía el Ciberbog.
No me resultó difícil
encontrar el punto en concreto y llegué minutos antes de la hora. Allí no había
nada de interés, no pasaba ni pasaría nadie, el silencio era completo si
exceptuamos el apenas inaudible silbido de las torres de ventilación de las
plantas soterradas. A la hora en punto apareció el Ciberbog. De inmediato me
fije que su enorme mano izquierda estaba cerrada, me asustó al principió que
aquella mano fuera un puño y quisiera usarlo contra mi pero enseguida me di
cuenta que simplemente guardaba algo en su interior.
Se acercó con
silenciosa parsimonia y se acluquilló para hablar conmigo, aun así debido a su
tremendo tamaño su cabeza quedaba mas de un metro por encima de la mía. Me
preguntó por mi historia, no por la mía exactamente si no por la parte de mi
historia en la que había estado unido a ella, me interrumpía constantemente
pero con delicadeza para preguntar detalles, especialmente los relacionados con como
era ella, con su forma de ser, con todo lo que tenía de especial. Yo hablaba
sin parar, no fui consciente de ello hasta aquel momento, pero necesitaba
hablar, necesitaba contar mi historia, necesitaba que unos oídos que pudieran
entender lo que sentía me escucharan. Pasaron largas horas y la historia fue
llegando a su final. Aunque la esperaba, su última frase me resultó
desconcertante “Yo también la quiero”.
Me acompañó hasta la
salida de las instalaciones, el Ciberbog
caminaba a lentos pasos porque cada uno de los suyos eran cinco míos.
Al despedirse abrió su
mano izquierda y me ofreció lo que en ella atesoraba. Era el pañuelo de seda
que le regalé a ella en unas navidades que quedaban ya demasiado lejos. Se lo
hubiera arrancado de las manos pero sin embargo le dije que lo conservara como
recuerdo, de ella y de mi. Le dije también que volvería para escuchar su historia.
De vuelta al
apartamento, bien entrada la madrugada, rebusqué en el fondo de mi bolsillo y
saqué aquella la pelotita naranja que me regaló un día y jugué con ella entre
mis manos hasta que llegó la luz del día.