Frelser se levantó cuando un sol frio empezaba a asomarse por
el horizonte, mediaba el otoño y en los cielos grises la luz escaseaba. Se
encontró a Hoper mirando por una ventana el ajetreo de las calles, mujeres y
hombres se cruzaban en la calle dirigiéndose a sus destinos como autómatas, sin
levantar la mirada, con rostros serios, como si tuvieran que defenderse de un
posible ataque de otros. Frías como el hielo son las calles, perdemos la
humanidad cuando salimos y solo mostramos nuestro lado mas humano cuando
estamos en entornos de confianza. No cruzamos las miradas en el ascensor como
si una mirada fuera una agresión, como si con una mirada pudieran hacernos
daño. Compartimos espacios pero no compartimos vidas. Frías y tristes son las
calles. Pero Hoper las contemplaba como si fueran un espectáculo grandioso y lo
era, porque aquellas personas que iban y venían por las calles eran libres,
podían elegir ir hacia un lado u otro sin que nadie determinara sus pasos. Pero
Frelser tenía otra visión, lo veía de otra manera, aquellas personas no estaban
no estaban encerradas en un planeta prisión donde todos sus pasos eran
dirigidos y controlados pero eran presas de sus trabajos, de sus obligaciones, presas
en sus propias vidas. Podían elegir, es cierto, pero elegir algo diferente a
menudo te deja fuera del sistema. Se sentó junto a él y observaron la calle un
buen rato la calle sin decir nada.
Frelser no había dormido a penas nada en toda la noche y se
sumió en los mismos pensamientos que le habían quitado el sueño. Había sacado a
Hoper por las instalaciones y estaba claro que estaba desarrollando ciertos
sentimientos paternales hacia él pero era una auténtica locura. Estaba
albergando a un proscrito al que había ayudado a huir, un joven destinado a
estar escondido, un joven sin profesión, un joven con un futuro incierto y un
pasado tremendamente complicado. No sabía nada de él, leía la bondad en
aquellos grandes ojos verdes y en su sonrisa inocente pero podía ser
exactamente lo contrario. Frelser había conocido muchas personas en su vida,
por su trabajo se había topado con muchas con malas intenciones pero esto no
cambiaba su visión de que en interior de casi todas las personas guardaba al
menos un poso de bondad y que eran las circunstancias, las vivencias de las
personas y las necesidades e intereses personales las que les llevaban a obrar
mal. De todas las perversiones humanas la que peor soportaba Frelser era la
codicia porque suponía no que te faltara algo si no que querías tener mas a
costa de lo que fuera y normalmente era a costa del sacrificio de otras
personas. La vida no valía nada para algunas personas cuando la codicia estaba
de por medio, la dignidad no valía nada, no existían los valores cuando la
codicia te pervertía. Monstruosos delitos se habían cometido por la codicia y
en muchas ocasiones se vestían de causas nobles, mentiras que encontraban la
colaboración de los medios de comunicación, de los políticos porque el dinero y
la riqueza era el único valor que entendían. Para Frelser el único valor, el
verdadero valor eran las personas, por eso había ayudado a Hoper, por eso le
había albergado en su casa e incluso aunque Hoper le decepcionara él lo había
intentado. Perder cuando se apuesta es una posibilidad pero hay apuestas que
han de hacerse aunque se pierda. Así es la vida, es lo que hay –como decía
ella-, no siempre son alegrías, la vida incluye perdidas, incluye dolor pero no
debemos quedarnos solo con la parte triste. Cuando la perdió a ella sufrió como
nunca había sufrido, su vida perdió totalmente el sentido, se limitaba a vivir,
y bastante de eso quedaba todavía, pero entendió que las pérdidas son
consustanciales a la vida y se dio cuenta de que la historia que había vivido
muy pocas personas la habían vivido, se dio cuenta del privilegio que había
supuesto tenerla a su lado y que no podía vivir eternamente sumido en la
tristeza y el dolor porque la vida había sido bondadosa con él. Y decidió no
centrarse en lo que le faltaba si no en lo que tenía y sonreír al mundo aunque
las sonrisas nunca mas serían tan plenas, tan exultantes, como cuando quedaban
en cualquier lugar y sus miradas se encontraban por primera vez. Siempre fue
así, incluso cuando sabían que se despedirían con lágrimas.
Pasó el brazo por encima de los hombros de Hoper y una
sonrisa se dibujó en el rostro de ambos. En silencio, se quedaron mirando por
la ventana como empezaba a caer una fina lluvia sobre las baldosas grises de la
calle.