Este
invierno tardío que estamos viviendo ha tenido a bien regalarme con una gripe
de esas que ni jode ni deja joder. Vamos que llevo una semana encontrándome mal
pero no lo suficiente como para quedarme en casa y hacer esa actividad que
tanto me gusta, vaguear. Hoy ha salido un sol que anuncia la primavera y la
verdad es que me he levantado con mas fuerza pero mi cuerpo no se ha contentado
con la situación de mejoría y ha decidido que era el momento de hacer limpieza
y me ha agraciado con una diarrea que hace que alterne constantemente mi silla
de despacho con la taza del váter, y, dicho sea de paso, ambos asientos
rivalizan en comodidad. La taza es un lugar mucho mas tranquilo que mi
estresante silla pero siendo las circunstancias las que son, dista mucho de ser
agradable mi visita al baño. Esta circunstancia me ha traído al recuerdo
experiencias pasadas, y toda vez que como bien saben los lectores asiduos tengo
un gusto por lo escatológico rayano con la enfermedad mental, me dispongo a
contarle a ustedes una que provoca muchas risas entre los degenerados de mi
cuadrilla, los cuales por cierto comparten mi gusto y el divertimento que lo
acompaña.
Soy
hombre, mejor dicho era, con especial gusto por la naturaleza por lo cual era
frecuente que pasara días recorriendo los montes y montañas de nuestra
geografía. La historia comienza por tanto en una de esas montañas,
concretamente Picos de Europa. Para resumir diré que habíamos pasado unos días
bastante duros de recorrido por las alturas, con no mucha alimentación y
bebiendo agua de donde se podía. No se dejen engañar ustedes por la apariencia
cristalina e inofensiva de las aguas de las montañas que a veces encierran sorpresas
intestinales que no se podrían sospechar contemplando a vista simplemente su pureza.
Cierto es que no creo que fuera esa la causa de mi mal, como aficionado a ese
tipo de recorridos había mantenido la observancia y prudencia necesaria para
evitar este tipo de contratiempos pero el caso es que el agua fue casi con toda
probabilidad la causa de los males que me dispongo a compartir con ustedes.
Advierto en este punto que si alguien es impresionable o esta temática le
produce asco se abstenga de leer lo que subsigue porque la narración les
resultara al punto desagradable o como dicen los jóvenes, que ya no lo son
tanto, vomitiva.
Habiendo
pasado ya una semana de periplo por altas cumbres descendimos a la pintoresca
localidad de Cangas de Onís, conocida desde entonces en mi entorno por un juego
de palabras facilón, como Cagas de Onís para coger un autobús que nos llevara a
la civilización. Llegamos a media la tarde y nuestro autobús no salía hasta el
día siguiente por lo que pedimos permiso a unas monjitas para albergarnos en los
pórticos del colegio que regentaban a lo cual accedieron no sin pelear y llorar
un poco. Llegó la noche y cansado como estaba me metí en el saco de dormir para
soñar con los angelitos. A pesar de ser verano me despertó el frio y el relente
del amanecer pero estando, como estaba, calentito en mi saco solo me sacudía en
la cara, si bien es verdad que poco a poco se me fue metiendo en el cuerpo.
Pasados unos minutos me sobrevino la necesidad de tirarme un pedo mañanero y
bien sea por la pereza de salir del saco, por no haber un sitio cercano adecuado
para sacarlo de mi o simplemente porque aun dándose las circunstancias
adecuadas me lo hubiera tirado igual dentro del saco, lo solté sin moverme y
procurando no hacer ruido para no despertar a mis compañeros de viaje. Aliviado
y con el saco calentito me puse a organizar mentalmente el día. En esos
pensamientos estaba cuando otro gas interno empezó a llamar a la puerta y como
la experiencia anterior me había resultado agradable decidí también abrirle la puerta.
Y no fue el último ni mucho menos porque sin mediar ni unos minutos se
empezaron a agolpar en mi recto gases que fui dando salida según se iban
presentando. La cosa no hubiera ido a mayores si no fuera porque en un momento
dado empecé a notar cierta humedad en la cara interna de mi muslo. No sufro de
incontinencia urinaria alguna aunque fue lo primero que se me pasó por la
cabeza e intrigado metí la mano para comprobar que era aquella sensación húmeda.
Efectivamente noté en los dedos humedad y al sacar la mano del saco para una
comprobación visual del líquido que los humedecía comprobé con terror como era
de un color marronaceo altamente alarmante. Me levante y salí del saco como una
centella y mientras lo hacía un torrente incontrolables de gases húmedos
empezaron a salir de mi ano recorriendo ahora, en virtud de la gravedad, todas
mis piernas. Corrí hacia el jardincillo anexo al patio de aquel colegio de
monjas y bajándome los pantalones tuve a bien abonarlo para una temporada. Lo
cierto es que la operación no fue cosa de minutos porque, como si tratara de
algún tipo de mal encantamiento, no podía cerrar el grifo y de mi cuerpo no
dejaba de salir ese liquido asqueroso. Una vez que mi intestino debió quedarse
completamente vacío y dejo de chorrear gasté prácticamente un rollo entero de
papel higiénico del que tuve a bien proveerme, en un reacción digna de elogio
dado lo apurado de la situación, según iba de camino al jardín. Se habrán
percatado ustedes de que no había un baño a disposición y no habiéndolo se
imaginaran ustedes que tampoco había una ducha disponible. Así que me limpie
como pude con el papel el culo y las piernas. Recompuesto pero poco digno
accedí al botiquín para tomar la medicación de la época conocida como por
fortasec y bien debido a que me había quedado vacío o a la eficacia del
medicamente no sufrí nueva recidivas. Pero claro, imaginasen ustedes que la
limpieza por fuerza no podía ser del todo higiénica y que la sensación de suciedad
y asco la tenía metida hasta las trancas. Para los que no conozcan Cagas de
Onís les diré que la localidad es atravesada por un río que recoge las
congeladas aguas de los Picos. Con cinco o seis grados de temperatura, un agua
helada y la debilidad en el cuerpo que traen consigo este tipo de contratiempos
tuve que bañarme para limpiar mi cuerpo aunque mi espíritu seguiría manchado.
No diré de que tamaño se me quedo la colita porque bastante ridículo me parece
ya lo que estoy contando pero que les sirva como referencia la de cualquier
neonato. Al levantar la mirada pude observar que estaba dando el espectáculo a
unos viandantes que tenían a bien pasear por un puente cercano, que por cierto
es característico y blasón del municipio. Si alguna vez se han bañado en un rio
descalzos sabrán la incomodidad de moverse entre sus piedras por lo que al
salir corriendo del rio solo conseguí aumentar las risas de los espectadores. Limpio
pero congelado, avergonzado y hasta cierto punto humillado me vestí dando
salitos para no clavarme las piedras y salí corriendo de aquella zona. El viaje
en autobús fue tranquilo aunque en ningún momento deje de sentir miedo porque
pudiera repetirse el episodio, en realidad no volvería a cagar en una semana –bendito
fortasec- y al llegar a casa bien entrada la noche pude darme una larga ducha
con agua caliente que me permitió por fin sentirme limpio.
Siempre
que, como hoy, tengo diarrea, suele acordarme de este episodio vergonzante de mi
vida y no le deseo a nadie experiencia parecida. Se que el relato no es
edificante pero, teniendo en cuenta que lo escribo desde el baño, espero que por
lo menos les haya resultado entretenido a la par de hilarante, aunque soy
consciente de que estos temas no hacen gracia a todo el mundo y por eso mediado
el texto les he lanzado la advertencia. Si han llegado hasta aquí luego no
vayan de remilgados por el mundo.