miércoles, 24 de mayo de 2017

Colgando de una encina centenaria
con un trisquel tatuado en su corteza,
dejó el alma un atrapador de sueños
y a diario miraba entre sus plumas,
con la ilusión de un niño,
para comprobar si estaba lo que buscaba,
como si los sueños llegaran solos,
como si los milagros existieran,
como si aquella encina fuera su meta.
Y tal vez lo fuera, tal vez su deseo
fuera vivir pendiente de esa encina,
donde habitaba la magia ancestral,
donde presente, pasado y futuro
caminaban unidos sin moverse,
donde había algo de lo que fue,
algo de lo que no era pero lo recordaba,
algo de lo que podría ser.
Un lugar de tranquilidad sin riesgos
donde desear lo que se perdió
donde vivir en la indefinición,
sin arriesgar un futuro que no llegara.
Confiando en ese poder para la transformación,
de lo que fue, de lo que es,
de lo que no quería que fuera,
confiando en que solo con desearlo
se obrara la magia, el milagro, llegara la meta.
Y allí sentada murió el alma,
Inmóvil, adormecida, apagándose a poquitos
esperando a encontrar su sueño atrapado,
olvidándose de que lo sueños nunca llegan solos,
de que hay que salir a buscarlos y luchar por ellos,
y aun con todo tal vez nunca los alcances.
Pero el alma solo tenía ojos
para el sueño que encontraron,
una excepción en el mundo
que hizo cambiar su historia.