El orden volvió al planeta Mees,
Nies y Maes evolucionaban adaptándose a una nueva realidad menos convulsa.
Ambas sociedades subsistirían cada una por su lado pero Poseidón ya no era
tampoco aquel mar terrible, tal vez algún día volvieran a colaborar, a
relacionarse y tal vez algún día volvieran a crecer juntas, tal vez no unidas,
pero si al menos en paralelo. Pero sería ya para otras gentes, el tiempo de
Kaos se había terminado, era el comienzo de una nueva era, de la que Kaos, a pesar
de sus esfuerzos, se había quedado fuera. Tan solo en Poseidón había un espacio
él.
El mar, cuna de los sueños, de
las esperanzas, cuna da la vida. Kaos podría ser el que uniera ambos mundos a
través del mar pero aquellos mundos ya no serían para él, su corazón seguía viviendo
en Ciudad Mees y allí traslado también su cuerpo. A una pequeña isla que surgió
del magma que expulso Mees a través de una grieta en el fondo marino, desde lo mas
profundo de su núcleo, una caldera de lava ardiente que creo una isla negra en
medio del mar, allí dónde las tormentas tenían su origen. Inhóspito lugar para
la vida. Negro, bajo las tormentas y ardiente por dentro. El lugar ideal para
el alma de Kaos, a mitad de camino entre Maes y Nies, a mitad de camino entre
dos mundos pero alejado de ambos, tan cerca y tan lejos. Un lugar donde la soledad
no era una compañera, la soledad lo era todo.
Si Nies y Maes llegaban a
entenderse la ruta pasaría por su isla y él estaría allí para esperarlos. En el
único punto negro de Mees se destruyó la vida, tal vez en aquella isla negra en el medio de la nada
pudiera volver a estar el comienzo. Crecerían, se desarrollarían y ahí estaría
Kaos para verlo, el testigo pasivo que nunca haría nada hasta que ambos mundos
quisieran volver a encontrarse para ser solo uno.
Kaos “el gris” abandonó Maes y
casi nadie le echó de menos. En Istne, la oscura isla nacida del magma, Kaos “el
negro” empezó a esculpir con las manos, sangrando por los dedos, sus recuerdos.
Y en la bella roca negra quedarían perpetuados para aquellas personas que quisieran
embeberse en ellos, impertérritos, atemporales, sólidos y con aquel aura de
tristeza de quién perdió aquello en lo que había creído, lo que mas había amado
y que al perderlo lo perdió todo.