Si en Mees hubiera
existido la noche hubiera sido completamente silenciosa, pero en Ciudad Mees nunca
se ponía el sol, la megaciudad ocupaba prácticamente todo un planeta alumbrado
por tres soles. Nunca era de noche pero tampoco era nunca de día, la vida
siempre rebosaba sus calles y solo la vida rompía el silencio. Sus ingenios
trabajaban para mantener la vida, para hacerla posible en su máximo esplendor,
pero eran completamente silenciosos, nada sin vida emitía sonidos en Mees.
En Ciudad Mees solo se
oía el bullicio de sus gentes, sus risas, sus llantos, sus voces melodiosas
sumidas en interminables conversaciones, los gritos de los niños jugando en la
calle, los aplausos tras una obra de teatro, las ovaciones de los
acontecimientos deportivos, la música de un concierto, los pasos de un baile,
los susurros de la poesía declamada en un parque, el atronador sonido de un día
de mercado… y el viento, el viento que siempre soplaba en Mees silbaba al
recorrer sus calles, casi siempre prácticamente silencioso pero siempre como el
más bello de los sonidos de fondo.
Calló el viento y entró
la niebla y con la niebla llegó el silencio. La vida se paralizó en Mees, se
congeló y sus sonidos fueron desapareciendo. En las calles podías oír los pasos
perdidos de gentes que no sabían a dónde iban, podías oír sus respiraciones
agitadas, entrecortadas por el esfuerzo de caminar entre la niebla y podías oír
su miedo. El miedo sustituyo al viento de Mees como sonido de fondo, el más
terrible de los sonidos, el menos hermoso. Tan solo en los más profundo de la
niebla se mantenían atisbos de aquella vida y se podían escuchar interminables conversaciones
de aquellas melodiosas voces intentado resolver el enigma de la niebla, pero
eran voces tristes y solo la alegría podría traer de nuevo la vida a Mees.
Solamente la alegría disolvería la niebla para convertirla en mar y poder
empezar de nuevo.