Escondidos al final de
los arcoíris se encuentran los más maravillosos tesoros, Ciudad Mees, ciudad arcoíris.
Y tal vez se quedara corto el nombre porque en la megápolis de Mees se unían,
se mezclaban en perfecta armonía todos los colores del espectro visible. Sus
edificios, sus calles, sus parques no eran grises, no eran oscuros, eran una
explosión de color dónde cabían todos.
Edificios había de
todos los colores desde el más prístino de los blancos hasta el mas azabache de
los negros, pasando por cálidos rojos y amarillos, por intensos verdes, por
glaciares azules y por cualquier otro color que pudiera encontrarse en la
paleta de un pintor que loco de pasión hubiera querido plasmar en un cuadro
todos. Sus calles eran iguales, había tantos colores que incluso en una inmensa
ciudad como Mees resultaría difícil encontrar dos calles del mismo color. Las
ropas de sus habitantes también eran multicolor, colores pastel, colores
intensos, colores gastados, colores
naturales, colores creados… y sobre todo colores de ese arcoíris por el que se
conocía a Ciudad Mees.
La niebla arrancó los colores,
fue más allá de cubrirlos con su grisáceo manto, los arranco literalmente de
las paredes, de las calles, de las ropas. Destruyó el color para dejar solo el
blanco y negro y una eterna gama de grises. Los Demorianos optaron por el
negro, los Moorianos por el blanco, los Permi vestían de todos los grises
posibles y se mimetizaban así con la niebla. Y cada gris tenía un matiz que se
convertía en un recuerdo de cada color que había existido en Ciudad Mees. Ciudad Mees, la ciudad del blanco y negro.