martes, 5 de julio de 2016

Perdí el mar, me olvidé de él,
demasiado alejado, inalcanzable,
y lloré con lágrimas de amargura,
de odio, de nostalgia.
Y dejé de ir a visitarlo,
dejé de intentarlo,
me rendí, demasiado dolor,
intentar alcanzar un imposible,
albergar sus aguas
entre unas manos
que no eran suficientemente cálidas
para sacar su frio,
que no sabían dar el cariño suficiente
para que no quisieran huir
y volver a la oscuridad
de los fondos abisales
donde existe una vida
a la que la luz del sol no llega.
Y me olvidé también del otro mar,
del real, del que siempre ha estado ahí
para recoger mis lágrimas,
ese mar ante el que tantas veces
me he sentado para pensar
y liberarme de mi mismo,
para observarlo con la mente blanco,
un mar en el que vaciarse por dentro
en días de lluvia, en días de tormenta.
No, tampoco acudo a él,
tampoco tengo fuerzas
para contemplar mi vida ante sus ojos,
y resurgir de nuevo.
Tantas veces paseé por ellos
y ahora tengo miedo de volver a verlos,
de encontrarme conmigo mismo
con mi pasado, con mi futuro
y sin embargo permanecen en mi cabeza
en mi historia, en lo que soy,
en lo que seré.
Los amo, aunque me de miedo amarlos.
Los amo, aunque ellos hayan dejado de amarme,
me dan miedo porque ellos me siguen queriendo.