La casa de los Roes era un pequeño adosado a las afueras de
la ciudad. Contaba con un jardín de dimensiones muy ajustadas lleno de flores
de todos los colores que parecían estar marchitándose. Sorprendía ver lo
humilde de la residencia de la doctora, con todo el conocimiento que había
generado, con toda la tecnología que había desarrollado podría haber tenido una
enorme mansión con todos los lujos imaginables y sin embargo vivía allí, en una
casa bastante humilde. Cierto es que si pensabas en los minipisos donde se
hacinaban varias familias aquella casa podía parecer un palacio pero no era mas
que una vivienda digna, una vivienda a la que cualquier persona debería poder
tener acceso. Así era la doctora Roes, el dinero, los lujos no eran importantes
para ella. Lo importante era la vida de las personas, la justicia social. En alguna
de sus biografías, había leído que durante muchos años vivió en uno de aquellos
minipisos, hasta que su familia le había convencido de trasladarse a aquel
adosado y la convencieron argumentando que aquel espacio tan reducido, aquella
convivencia tan piel a piel con otras personas impedía que desarrollara todo su
potencial. Una verdad a medias, es cierto que encontró un espacio donde su
mente se encontraba mas libre pero también es cierto que se separó de la
realidad que quería mejorar y perdió perspectiva.
Desde el lugar donde me encontraba la casa parecía estar
vacía, no había atisbos de actividad por ningún lado y que las flores
estuvieran marchitándose solo era un indicador más. El adosado estaba rodeado
por una valla baja que cualquiera hubiera podido saltar y que contaba con una
pequeña puerta de madera verde que apenas si llegaba a la cintura. Miré mil
veces a mi alrededor y viendo que no había nadie empuje la puerta y me colé en
el jardín. Llame al timbre de la puerta principal y después de esperar un rato
mas que prudencial, me dirigí a la puerta de atrás que se abrió simplemente
apoyando la mano.
La casa por dentro estaba completamente vacía, no había ni
tan siquiera muebles, tan solo un viejo sillón-mecedora de terciopelo granate
permanecía mirando a la ventana de un salón en el que se abrían las vistas de
unas montañas lejanas cuyas cumbres blanqueadas por las nieves perennes se
mezclaban entre las nubes. Me dio por suponer que en aquel sillón se sentaba la
doctora Roes y contemplaba el paisaje mientras buscaba respuestas.
Me senté allí, esperando encontrar respuesta a las preguntas
de siempre y comencé a mecerme. Saqué del bolsillo la pelotita naranja y
juguetee con ella entre los dedos. No era la primera vez que lo pensaba pero me
vino a la cabeza que tal vez nunca me quisiera, que tal vez me tuviera cariño,
que tal vez fuera importante para ella pero que nunca me amó. Me obligué a
desterrar esos pensamientos de mi cabeza -me quería, construí mi vida sobre esa
creencia, su ausencia no podía ahora nublarme la vista- y me levanté del sillón.
La visita a aquella casa solo sirvió para constatar lo que ya
sabía, la familia de la doctora Roes parecía haber desaparecido del mundo como
si nunca hubieran existido. De vuelta a la ciudad me di cuenta de lo que
significaba haber estado en aquella casa, de alguna manera, visitando el lugar
donde paso muchos de sus días, me sentía mas cercano a ella, sentía que era una
persona real y no las miles y miles de líneas que había leído sobre ella. Y
sobre todo me di cuenta de lo especial que era esa persona y de como amaba el
mundo. Me sentí egoísta sabiendo que yo solo la amaba a ella, estuve a punto de
hundirme al pensar que ni tan siquiera eso, que solo me amaba a mi mismo.