miércoles, 13 de julio de 2016

Casicuentos para Rita: Ciberbog XXXIV Hogares

La casa de los Roes era un pequeño adosado a las afueras de la ciudad. Contaba con un jardín de dimensiones muy ajustadas lleno de flores de todos los colores que parecían estar marchitándose. Sorprendía ver lo humilde de la residencia de la doctora, con todo el conocimiento que había generado, con toda la tecnología que había desarrollado podría haber tenido una enorme mansión con todos los lujos imaginables y sin embargo vivía allí, en una casa bastante humilde. Cierto es que si pensabas en los minipisos donde se hacinaban varias familias aquella casa podía parecer un palacio pero no era mas que una vivienda digna, una vivienda a la que cualquier persona debería poder tener acceso. Así era la doctora Roes, el dinero, los lujos no eran importantes para ella. Lo importante era la vida de las personas, la justicia social. En alguna de sus biografías, había leído que durante muchos años vivió en uno de aquellos minipisos, hasta que su familia le había convencido de trasladarse a aquel adosado y la convencieron argumentando que aquel espacio tan reducido, aquella convivencia tan piel a piel con otras personas impedía que desarrollara todo su potencial. Una verdad a medias, es cierto que encontró un espacio donde su mente se encontraba mas libre pero también es cierto que se separó de la realidad que quería mejorar y perdió perspectiva.
Desde el lugar donde me encontraba la casa parecía estar vacía, no había atisbos de actividad por ningún lado y que las flores estuvieran marchitándose solo era un indicador más. El adosado estaba rodeado por una valla baja que cualquiera hubiera podido saltar y que contaba con una pequeña puerta de madera verde que apenas si llegaba a la cintura. Miré mil veces a mi alrededor y viendo que no había nadie empuje la puerta y me colé en el jardín. Llame al timbre de la puerta principal y después de esperar un rato mas que prudencial, me dirigí a la puerta de atrás que se abrió simplemente apoyando la mano.
La casa por dentro estaba completamente vacía, no había ni tan siquiera muebles, tan solo un viejo sillón-mecedora de terciopelo granate permanecía mirando a la ventana de un salón en el que se abrían las vistas de unas montañas lejanas cuyas cumbres blanqueadas por las nieves perennes se mezclaban entre las nubes. Me dio por suponer que en aquel sillón se sentaba la doctora Roes y contemplaba el paisaje mientras buscaba respuestas.
Me senté allí, esperando encontrar respuesta a las preguntas de siempre y comencé a mecerme. Saqué del bolsillo la pelotita naranja y juguetee con ella entre los dedos. No era la primera vez que lo pensaba pero me vino a la cabeza que tal vez nunca me quisiera, que tal vez me tuviera cariño, que tal vez fuera importante para ella pero que nunca me amó. Me obligué a desterrar esos pensamientos de mi cabeza -me quería, construí mi vida sobre esa creencia, su ausencia no podía ahora nublarme la vista- y me levanté del sillón.

La visita a aquella casa solo sirvió para constatar lo que ya sabía, la familia de la doctora Roes parecía haber desaparecido del mundo como si nunca hubieran existido. De vuelta a la ciudad me di cuenta de lo que significaba haber estado en aquella casa, de alguna manera, visitando el lugar donde paso muchos de sus días, me sentía mas cercano a ella, sentía que era una persona real y no las miles y miles de líneas que había leído sobre ella. Y sobre todo me di cuenta de lo especial que era esa persona y de como amaba el mundo. Me sentí egoísta sabiendo que yo solo la amaba a ella, estuve a punto de hundirme al pensar que ni tan siquiera eso, que solo me amaba a mi mismo.