La ciudad conservaba su
aroma. Solo estuvo unos pocos días allí y había pasado ya un año y medio, pero
los muros de ladrillos amarillos y rojos apagados se habían impregnado de su
fragancia.
Al verme el ciberbog
agachó su enorme cuerpo y me habló al oído. “Tu la conoces. ¿ha venido contigo?” mirando a los dos puntos de luz roja que eran sus ojos le conteste que no, que ni tan siquiera sabía donde estaba. No se
cómo pero pude intuir la decepción en su rostro metálico. Volvió a erguirse y recupero su posición de
centinela de las instalaciones, la cabeza alta pero los hombros caídos. Sus bases
de datos almacenaban toda la información que circulaba en la red en torno a las
personas que visitaban aquel lugar. Por eso supo que la conocía. Lo que nunca
sabré con seguridad es la razón por la que me preguntó por ella. ¿Podía un
ciberbog enamorarse? Su sonrisa hacia posible lo imposible, así que probablemente
esa fuera la respuesta.
De vuelta al centro de
la ciudad recibí un mensaje en mi vid de comunicaciones. El ciberbog me había
enviado una fotografía en la que aparecía ella junto a él y una pequeña nota
escrita en elegantes caracteres “Pídele que vuelva por favor”. Le contesté, “Lo
siento pero creo que yo tampoco volveré a verla nunca”