miércoles, 26 de octubre de 2016

Aparecía con su vestido de hielo
para esconder el fuego que llevaba dentro.
No podías tocarla,
el hielo quemaba la piel de los dedos
que osaban rozarla.
Cuantas veces quise desvestirla
para fundirme en su fuego,
que pocas veces lo conseguí
y cuando lo conseguía,
era como sentarse en un butacón
en una noche de frio y nieve,
al calor de una chimenea encendida
que te emboba con su llamas,
que te calienta el cuerpo y el alma,
que te llevaba la paz hasta en los peores días de tormenta.
Que cómodo me sentía,
viviendo en ese fuego que no quemaba,
un fuego de hogar,
un fuego de belleza pura,
de tranquilidad absoluta,
un fuego amigo,
un fuego ajeno que parecía propio,
un fuego de miles de colores,
tan cambiante y tan igual,
tan apagado como vivo.
Pero mis manos se fueron quemando con el hielo,
cada día mas torpes,
cada día con mas dolor,
y ya no podía desvestirla con la mágica cadencia
de mis manos limpias,
 aquel vestido de hielo se hacía roca,
y no podía quitarlo, no podía,
 apareció la impaciencia
la angustia y otras malas consejeras.
Y le quité el vestido por última vez,
con la paciencia del que ha perdido la esperanza
pero que jamás perderá el sueño
y disfrute de su fuego por última vez
disfruté de aquellos últimos momentos
de felicidad absoluta.
Añoro el placer de verla desnuda,
añoro el calor de su fuego
y el silencio de sus llamas llevándome al cielo
pero también añoro aquel vestido de hielo
que dejó su marca para siempre
en estas manos que escriben
y al mirarlas no recuerdo el dolor
tan solo las gotas de agua
resbalando por mis dedos.
Jamás vi hielo tan bello,
jamás sentí fuego mas intenso.