Amanecía, abrí lo ojos y la vi, durmiendo
plácidamente en mi cama, tumbada de costado dándome la espalda. La sabana
recogida sobre sus caderas dejaba totalmente al descubierto su espalda desnuda,
su pelo caía hacia abajo y exponía parte de su cuello también a mi mirada. Me
quedé mirándola, embobado, tal vez fueran unos minutos, tal vez horas. No podía
dejar de mirarla. Deseaba empezar de nuevo a besar cada centímetro de su piel,
recorrerla con mis manos y meterlas también debajo de las sabanas. No lo hice. Me acerqué a ella y pasando mi
brazo por encima de su cintura la abracé y puse mi cabeza junto a la suya. Ella me sintió y pegó todo su cuerpo contra el mío, su espalda contra mi pecho, sus
nalgas contra mis caderas, sus piernas contra mis piernas. La deseaba tanto,
tanto me excitaba, pero aquel momento tierno, aquel momento de cariño, de amor,
fue más maravilloso que el sexo del que disfrutamos en la noche. Deseaba su
cuerpo, excitaba mi mente pero por encima de todo la amaba.