martes, 12 de julio de 2011

Sobre las baldosas grises cae la fina lluvia que cala hasta los huesos dando vida al alma de una ciudad gris y oscura. Subo al tren que sigue los pasos de las sardineras y todavía puedo ver los recuerdos de unos tiempos más grises, la ruinas de un pasado que cimentaron el presente. Entre los escombros flotan efluvios de melancolía y con cada respiración penetran en mis pulmones ahogándome en los recuerdos de un pasado que no he vivido.
Y llego al mar, y las finas gotas de lluvia apenas salpican en el agua de un mar atormentado, que rompe con toda su fieraza contra unos muelles de piedra dispuestos a contenerle para siempre. Pero ambos saben quien ganara la batalla, ambos saben que el mar terminará devorándolo todo.
Y me siento allí, sobre el muro de piedra, con la lluvia resbalando por mi cuerpo, con la sal de las olas salpicándome en la cara. Me siento tan vacío que tan solo esa fina lluvia y ese mar rompiente me hacen sentir que estoy vivo. Y sentado allí, calado hasta los huesos disfruto del placer de sentir, disfruto del lento discurrir del tiempo y sufro y disfruto con mis pensamientos. Jamás me he sentido mas acompañado, jamás he estado tan solo.
La luz va escapando por mi izquierda, mi cuerpo ya no resiste el frío y el camino a casa es largo. Lanzo mi última mirada al horizonte, pero tampoco hoy encuentro la respuesta. Cabizbajo, aterido de frío y vacío, dolorosamente vacío, camino otra vez hacia mi vida. Sigue lloviendo pero a mis espaldas se han abierto claros en el cielo, claros que no llegué a ver porque no espere lo suficiente.
El tiempo, la espera, !cuanto nos determina¡, casi siempre he esperado demasiado y en algunos momentos relevantes me ha podido la impaciencia. Y el tren parece que no llega nunca y las agujas del reloj parece que avanzan hacia atrás buscando el orden lógico de las cosas. Y por fin el traqueteo me saca de mis ensoñaciones y los agudos pitidos me anuncian que las puertas van a cerrarse.
La noche no me deja ver las ruinas, aunque de todas maneras me he sentado en el lado que mira al muro. Los muros de piedra no dejan pasar la luz pero por lo demás son inofensivos. Milagrosamente el trayecto pasa en un segundo sumido en destellos de piedras grises que solo se iluminan a nuestro paso. Sin luz propia, como la luna, solo pueden vivir de los reflejos.
Y desde la estación a mi casa, en un intenso paseo bajo la suave lluvia me da por pensar que tengo luz, y que puedo orientarla hacia dónde quiera. Y en ese breve paseo desaparece el vacío, no hay todavía demasiado, pero ya no está vacío. Y al abrir la puerta del portal la lluvia cesa y estallo en mil carcajadas, de rabia, de dolor pero tal vez también de alegría.
En esta ciudad gris la lluvia es mi compañera, no tardará en volver y aquí estaré esperando a que me cale hasta los huesos. Resurgiré con ella, resurgiré con el agua de la vida.