Casi todos pensamos que los
cuentos tendrán finales felices. Los personajes pueden estar viviendo mil
penurias y sufriendo pero avanzamos en las líneas pensado que al final todo se
resolverá y el desenlace será tan emocionante como feliz. Así son la mayoría de
los cuentos.
Cuando me pongo a escribir un
cuento normalmente no tengo más que un título o cuatro palabras que juntas me
han sonado bien. Pocas veces tengo una idea clara, ni tan siquiera una idea, y prácticamente
nunca tengo decidido el final. Simplemente escribo y la historia avanza por
donde le da la gana. Y es que las
historias y los finales se van escribiendo solos y, como en la vida, los
protagonistas son los que, con sus decisiones, arrastran los finales hacia un
lado u otro. Pero hay historias, hay cuentos, que no quieren tener finales
felices incluso aunque sus personajes lo deseen. Hay historias, hay cuentos, que
no quieren tener finales felices aunque él o la que lo escriba haya imaginado
el mejor de los finales. Porque hay
historias, hay cuentos, que son tan tremendamente complicados, en los que hay
tantos personajes involucrados, que solo
uno de los miles finales posibles puede ser feliz para todos y todas. Y ese
final suele ser el menos probable de los posibles porque, en ocasiones, el camino
que nos llevaría a él parece el más incierto, el más arriesgado y el que menos
posibilidades tiene de traernos la felicidad. A veces simplemente los cuentos
no quieren tener finales felices.
Os debo un cuento sin final feliz
no me apetece escribirlo ahora. Hoy he escrito un último punto de una historia
que ha acabado mal. Hoy solo puedo desear que ese punto no sea un punto final.
Los cuentos, las historias, incluso las que tienen finales felices están
siempre inacabadas porque la vida sigue a partir del punto donde terminan.