viernes, 27 de enero de 2012

¿Quién no se ha quedado nunca con la mirada perdida contemplado el mar? El mar tiene esa sobrecogedora belleza que le da la inmensidad, el misterio de lo desconocido, el atractivo de saber lo que guarda en lo mas profundo de su ser.
Por eso no es de extrañar que aquel niño se quedara contemplándolo sin ser capaz de articular palabra. Era la primera vez que lo veía y desde ese primer momento supo que lo amaba aunque pasaron muchos años hasta que fue completamente consciente de ello. Desde aquel día, este niño, visitaba siempre que podía el mar. Le llamaba poderosamente la atención poder encontrarlo en tantos sitios diferentes, esperando a que él llegara para brindarle unas olas rompientes, una calma serena o unas espumas blancas acariciando sus pies en una playa desconocida.
Y así, siempre que podía, allí dónde estuviera, procuraba visitar al mar todos los días.
El niño creció, y aquel joven hombre cambió su lugar de residencia a un pueblito marinero, a una pequeña casita dónde desde sus ventanas no solo se veía el mar, se notaba el frescor de sus olas, la humedad de sus aguas y el aroma a salitre.
Y siguieron pasando los años y pocos eran los días que faltaba en su visita a este mar que le tenía enamorado. Estaba en su corazón y cada ola era una caricia, y cada gota de agua sobre su cuerpo un beso. Y quería contárselo al mar y quería que el mar lo supiera, pero ¿cómo se habla con el mar?, cuando le hablaba el mar no le respondía, tal vez no supiera hablar o tal vez, simplemente, ni tan siquiera fuera capaz de escuchar. Pero él quería contarle a su amor todo lo que sentía.
Sentado en el escritorio de su casa, que por supuesto miraba al mar, empezó a escribir todo lo que sentía, todos los recuerdos que tenía desde niño junto al mar y todo lo que había determinado su vida este amor imposible. Compró una preciosa botella de un grueso cristal tallado con mil escenas de mar, pero tan trasparente que se podía leer perfectamente las hojas que había metido dentro. Cerró la botella con su tapón y la selló todo lo bien que pudo. Bajó a la playa y cuando iba a lanzar la botella, sin saber porqué, fue consciente de que el suyo era un amor no solo imposible, también era una amor no correspondido. Y con todas las fuerzas que da la frustración, con todo el odio que surge de una ira por descubrir tantos años después una verdad tan evidente, lanzó la botella al mar y cuanto calló sobre el agua desapareció para siempre de su vista.
Pasaron los años y aquel niño, aquel hombre, cambió poco su vida, y cada mañana al levantarse contemplaba el mar con amargura y melancolía y aunque no quería olvidarlo ya nunca iba a visitarlo.
Al cabo de otros muchos años volvió a bajar a la playa, ya había olvidado la amargura, ya había olvidado la melancolía, ya había olvidado el amor y quiso contemplar y tocar por primera vez el mar sin ojos y manos de enamorado. Pero cuando llegó a la playa, sin ni siquiera llegar a sentir el agua, vio una preciosa botella de cristal tallado con mil escenas de mar perfectamente cerrada y sellada. La abrió y sacó las hojas blancas escritas de su puño y letra y de entre ellas resbaló una gran hoja enrollada de un alga verde y al desplegarla, dibujado con miles de minúsculas conchas había escrito un te quiero.

¿Leerá el mar los mensajes que viajan en botellas?