domingo, 1 de febrero de 2015

Llegué a la cima del mundo, empecé a escalar aquella montaña un día típico de nuestras primaveras, las nubes y el sol fueron mis compañeras. Solo fue el primer paso y luego vinieron otros. Recuerdo con especial cariño un día lluvioso en que encontré un refugio que me apartara de la lluvia. Lo recuerdo con cariño y ni sabía que estaba escalando. Y seguí subiendo y, siendo todavía primavera, llegó el primer beso del verano. Un beso que no olvidaré nunca.
El camino era sencillo, todavía no había pendientes escarpadas. Recuerdo sentarme a comer un bocadillo de nocilla, nutela en este caso, sin ser consciente del paso del tiempo. Descubrí lugares maravillosos donde ya había estado aunque nunca habían significado nada. Y ahora tras este maravilloso paseo se han convertido en todo.
Y seguí subiendo, subiendo, subiendo sin parar. Llego el verano y con los ánimos encendidos escalé otra parte de la montaña sin saber todavía que la estaba escalando. Pero el verano es caluroso y pararse a descansar fue inevitable. Mi corazón seguía subiendo pero hay distancias que no se pueden recorrer en un minuto.
El final del verano fue frío, pero el otoño, como muchas veces por estos lares nos trajo miles de cálidas caricias. Y en el final de octubre llegaron los dos días más maravillosos, los dos días que las montaña y yo fuimos uno y jamás hubiéramos querido separarnos. Supongo que en aquellos días llegue a la cima y estuve bastante tiempo en ella, pero tal vez menos del que yo me creía.
El camino sigue, y seguir caminando no siempre te une más al camino. El camino sigue y sin darte cuenta has empezado a bajar.
El invierno llego frío, muy frio, demasiado frio para mis huesos doloridos, para mi deseo de seguir subiendo. Muchas montañas no se pueden escalar en invierno. Y aunque en mi cabeza seguía subiendo ya había comenzado el descenso. Demasiado rápido para que un alma que quiere subir pueda darse cuenta. Y cada paso era mas complicado y cada paso un esfuerzo, un dolor para mi, un dolor para la montaña.
Ahora con el nuevo despuntar de la primavera, después de ser consciente que estaba en aquella montaña, pensaba que podía volver a subir. Que podría volver a llegar a la cima y quedarme tal vez no siempre pero si por algún tiempo más largo. Pero las prisas y el deseo no siempre son buenas consejeras y di un mal paso. Ya había dado otros, golpes de los que puedes llegar a levantarte. Pero aquel mal paso fue hacia el vacío. Hacia un precipicio dónde despeñarme, donde morir del dolor de la caída, hacia un precipicio que me aleja para siempre de la montaña.
Ahora estoy aquí. Hundido y con los huesos rotos, muerto de dolor sobre todo por saber que la montaña ya no quiere que la escale. Pero desde aquí la montaña me sigue pareciendo la más bella, con miles de parajes por descubrir y millones de sonrisas que están esperando a que alguien las descubra, a que alguien vea la montaña como pude verla yo, a que alguien la visite también por dentro. Escalarla es vida, quedarse aquí solo me acerca a la muerte.
La miro.
La deseo.
La quiero.
Se que no llegará nunca su llamada.
Se que nunca será para volverme a invitar a disfrutar de sus paisajes.
Pero la espero.
La esperaré siempre.
Junto al mar.
Con caricias de lluvia y frio.
Mirando de frente al viento norte.
Siempre la seguiré esperando.
Es tan bella.
Tan bella en sus imperfecciones.
Tan bella en sus perfecciones.
Tan humana.
Tan bella por dentro y por fuera.
La esperaré.

La amo.