Llovía, siempre llovía, apenas podía recordar algunos pocos
días de sol desde la última vez que hablé con ella, desde la última vez que
estuve con ella. Aquella ciudad, a pesar del colorido de sus edificios, me
parece gris, deshumanizada, triste. Una ciudad construida para responder a las
necesidades de un sistema no para responder a las necesidades de las personas
que la habitaban. Apenas unos pocos pequeños parques eran los únicos remansos
verdes donde podías ver corretear y jugar a los niños con toda tranquilidad
lejos de los peligros de una gran ciudad. Por lo demás las zonas de
esparcimiento eran siempre en espacios cerrados, lejos de esa naturaleza de la
que la provenimos. Nos hemos acostumbrado a vivir en entornos urbanos, entornos
cerrados, somos animales sociales y como tales necesitamos del contacto con
otros humanos para nuestro propio bienestar, me atrevería a decir que para
nuestra propia supervivencia pero aquellas megaciuadades no respondían tampoco
a esa necesidad. Hace años leí en algún sitio que estamos preparados para
socializarnos en asentamientos de unas 200 personas, donde todas las personas
se conocen, donde de alguna manera se crean vínculos entre todas. Sin embargo
vivimos en ciudades que multiplican por mil, miles, cientos de miles esa
cantidad. No conocemos a nadie, no somos nadie, tan solo un insecto mas volando
por esa selva, cualquiera podría aplastarnos y nadie, casi nadie, nos echaría
de menos. Durante mucho tiempo, cuando podía, me escapaba a alguno de los
escasos espacios naturales que van quedando alrededor y lo hacía con amigos y
sin duda esos han sido los mejores momentos de vida. Era alguien para mi mismo
y para los demás, y especialmente me sentía a gusto. Pasaron los años y cada
vez lo hacía menos, y con menos gente, hasta que terminó perdiendo el sentido,
por eso creo que me gustaba ir tanto al mar, buscar un acantilado y sentarme a
mirar las olas con mi cara azotada por el viento, por la lluvia. De alguna
manera el recuerdo de una vida mas plena. La vida que a veces se encuentra
cuando te unes a otra persona en cuerpo y alma, la vida que encontré con ella.
Ella, siempre en mi recuerdo pesando como una losa que no podía levantar.
Grandes diques se construyen para contener el mar pero todos sabemos que el mar
terminará venciendo.
No tenía sentido quedarme allí mas, volvería a por el
Ciberbog cuando supiera como liberarlo, ahora tenía que centrarme en sacar a la
luz lo sucedido con la doctora Roes. Con la confianza que me daba la protección
del Ciberbog compré un billete para el tren de impulso gravitacional con
destino a la ciudad donde vivía la doctora.
El tren se desplazaba a enormes velocidades por un tubo presurizado
subterraneo. No se veía nada, tan solo kilómetros y kilómetros de oscuridad,
ningún paisaje, ni natural ni humano, nada. Se primaba la velocidad. Entrabas
en una estación y salías en otra, distintas ciudades que podrían ser la misma,
lo único que cambiaban eran los nombres de los lugares.